sábado, 6 de agosto de 2016

Sálvame de la Boca del León

Libra mi alma de la espada, mi única vida de las garras del perro. Sálvame de la boca del león y de los cuernos de los unicornios; respóndeme. Hablaré de tu nombre a mis hermanos; en medio de la congregación te alabaré.…  (Salmos del Rey David 22:21)

¡Quintilio Varo, devuélveme mis legiones! clama el Emperador, Octavio Augusto, en la inmensidad de su Palacio de Mármol, mientras se da con la cabeza contra las puertas, tirándose de los pelos, rasgándose las vestiduras, su blanca túnica de Patricio, soñando con los estandartes perdidos...

Las Águilas de oro, perdidas a los pies de Arminio, en la batalla del Bosque de Teutoburgo, cuando 15.000 romanos cayeron a los pies de las Hordas bárbaras que dos mil años después levantaron el Tercer Reich...

Y mientras, en Egipto, las tres pirámides se alinean con las estrellas, porque unos años antes, en un establo de Belén, en la provincia de Judea, había nacido un niño que cambiaría el mundo para siempre...

Ese era el grito de angustia del gran Emperador, el César, que resonaba en los Atrios del Cielo, mientras el Niño se perdía y era encontrado en el Templo.

¿Por qué me buscábais?

Cuando María no sabía dónde estaba.

Aún resonaban los ecos de la derrota de Augusto, ya muerto,

No lejos estaba el bosque donde se decía que los restos de Varo y de sus legiones quedaron sin sepultura. A Germánico le vino el deseo de tributar los últimos honores a Varo y a sus soldados. Esta misma conmiseración se extendió a todo el ejército de Germánico, pensando en sus parientes y amigos, en los azares de la guerra y en el destino de los hombres. En medio del campo blanqueaban los huesos, separados o amontonados, según que hubieran huido o hecho frente. Junto a ellos yacían restos de armas, y miembros de caballos y cabezas humanas estaban clavadas en troncos de árboles. En los bosques cercanos había altares bárbaros, junto a los cuales habían sacrificado a los tribunos y a los primeros centuriones.

Roma se cobró su venganza.

Y hoy primer sábado del mes, del mes de Agosto, el mes de Augusto, aún se pueden sentir los rugidos del León herido.

Sálvanos Señor, de los Arminios que hayan de venir, y del encarnizado César que implora venganza por sus legiones perdidas.

Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

Nada hay en el mundo, ni hombre ni diablo ni cosa alguna, que sea para mí tan sospechoso como el amor, pues éste penetra en el alma más que cualquier otra cosa. Nada hay que ocupe y ate más al corazón que el amor. Por eso, cuando no dispone de armas para gobernarse, el alma se hunde, por el amor, en la más honda de las ruinas.

Como dice el Eclesiastés, Adso "Más amarga que la muerte es la mujer"

Qué tranquila seria la vida sin amor, Adso, qué tranquila y qué insulsa.

El León, desde la Torre de la Libertad, en la Ciudad de Nueva York, al contemplar la inmensidad del océano, abre de nuevo sus fauces, mientras los destellos de sus colmillos de marfil, recorren, entre reflejos, al lomo de los delfines, el ancho y largo de los mares del mundo, bramidos que golpean todas las esquinas de la Tierra.

Y en el Cielo, las estrellas, esperan para alinearse de nuevo, dibujándose en la matemática perfecta de los triángulos que se levantan a las orillas del Nilo...

Delineando el camino interplanetario, que en el Espacio Profundo, marca el Sendero, construido con palabras que ahora conocemos, hacia ese infinito que se llama Vida Eterna...

Aún puedo oír al César aullar, pues todo lo que queda de una rosa muerta es su nombre...

¿Serán otra vez los Tribunos de Roma sacrificados en los altares bárbaros en esta tierra de Caín?

¿O quizás las palabras del Niño en el Templo nos salvarán del Fuego?

Cerbero, fiera cruel y aviesa,
con sus tres golas caninas ladra
sobre la gente aquí inmersa.

Ojos bermejos, unta y negra la barba,
amplio el vientre, y uñosa tiene la zarpa,
a los espíritus clava, destroza y desgarra.





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